Por: Angélica María Pardo López
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Parece ser un asunto de dominio público el estado actual del medio ambiente. Ya todos saben que es necesario reciclar, disminuir al máximo el consumo de materiales como el plástico, no contaminar las fuentes hídricas, proteger la biodiversidad, preferir las tecnologías limpias, disminuir el consumo de carne, y un largo etcétera que se puede resumir en considerar los impactos ambientales que generan nuestras decisiones de consumo. Algunos incluso dicen que actualmente hay un “boom de consciencia ambiental” y, sin embargo, las acciones que lógicamente corresponderían a esa consciencia no se están produciendo. En otras palabras, por lo que toca a la situación ambiental hay una brecha entre nuestros valores y nuestras acciones. Para ser más clara: ocurre que, aunque la gente sabe que debe cuidar, no cuida; y aunque sabe que no debe contaminar, sigue contaminando.
Múltiples estudios han tratado de explicar esta contradicción. Algunos dicen que hacen falta incentivos y regulaciones que generen comportamientos adecuados, como sería el caso de cobros, sanciones o recompensas en relación con el comportamiento ambiental de cada uno. Otros estudios afirman que para superar esa contradicción hay que aumentar la información sobre la naturaleza del problema. Pero, si ya sabemos que debemos cuidar nuestro planeta, si ya sabemos que nuestro modo de vida genera impactos nocivos en él y a pesar de ello no tomamos cartas en el asunto ¿en qué puede cambiar las cosas un aumento en la información?
Ciertamente, no se trata de aumentar la información al respecto, sino de cambiar la forma en que estamos recibiendo, entendiendo y utilizando dicha información, pues estamos viendo los fenómenos naturales de forma aislada. Estamos ignorando la complejidad del problema.
Lo que hay en el fondo de esta cuestión es un tema de educación, o más precisamente, de ecoeducación. El concepto de ecoeducación, que es más viejo de lo que uno se imaginaría y que debería hacer parte de todos los escenarios de formación, se refiere a las enseñanzas que permiten adquirir la capacidad de entender los procesos y sistemas naturales que hacen que la vida en la Tierra sea posible. La ecoeducación parte del reconocimiento de que el ser humano no está separado de la naturaleza ni es superior a ella. Utiliza el pensamiento complejo para entender los problemas, de modo que en lugar de estudiar los fenómenos naturales aisladamente, estudia la interconexión entre los sistemas ecológicos y sociales y las interdependencias que hay entre unos y otros. En otras palabras, en lugar de abordar los problemas de forma sintomática, los aborda de forma sistémica. Así es que, en el contexto de la ecoeducación se requiere no un pensamiento simple sino uno complejo, y lo importante no es entender los fenómenos en sí mismos sino comprender las relaciones que existen entre ellos.
Algunas de las prácticas fundamentales que debería tener una persona ecoeducada combinan elementos emocionales y cognitivos y se pueden resumir así: desarrollar empatía por todas las formas de vida, adoptar economías sostenibles a nivel comunitario, reconocer los efectos del comportamiento humano en el ambiente y en otras personas, adoptar el principio de precaución (según el cual hay que evitar una acción si existe el riesgo de que de ella se derive un daño) y entender cómo la naturaleza sostiene la vida.
Cerrar la brecha entre nuestros valores y nuestras acciones requiere cambios fundamentales en nuestra forma de pensar y entender el mundo, y aunque parece difícil, es hora de asumir el reto para no llegar al absurdo de destruir el ambiente del que también nosotros dependemos.